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La ambigüedad del discurso sobre el progreso

Posted in Ética y política with tags , , , , on febrero 6, 2016 by Camilo Pino

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Columna escrita para El Muro Digital el 25 de enero de 2016

Es común escuchar en los discursos políticos -sean de la línea que sean- una apelación constante a la palabra “progreso”. Al parecer, el mero uso de esta expresión implica apuntar a un objetivo incuestionablemente bueno, objetivo al que todos estamos dispuestos a avanzar. De esta manera, cuando en la política se dice que tal o cual medida apunta a nuestro “progreso” como sociedad, se asume implícitamente que el que está en contra de ella es un retrograda o un irracional. En esta columna quiero detenerme a mostrar algunos de los presupuestos y ambigüedades que tiene el discurso que apela al progreso.

La mayor parte de los discursos y narrativas apelan –implícita o explícitamente- a la dualidad amigo-enemigo. De esta manera, cuando se presenta la postura propia como “progresista”, implica que todos aquellos que no están de acuerdo son unos “retrógradas”. A nadie le gusta ser un retrógrada porque se enlaza, de cierto modo, con ser un tonto incapaz de reconocer la necesidad de ciertos cambios o ser un conformista. De esta manera, el argumento no gira alrededor de la lógica de la idea, sino en la apelación a que se unan a la idea aquellas personas que no quieren definirse como retrógradas. La pregunta sobre si ser “progresista” es algo “bueno” queda totalmente abierta y debe ser mitigada con nuevas preguntas: ¿progreso según qué? ¿Progreso según quién? Etc. Entonces, la bondad que tenga el “progreso” dependerá profundamente del punto en que se esté reflexionando. Esto quedará más claro en los siguientes párrafos.

La apelación al progreso también es una idea bastante novedosa en la historia de la política. El mismo discurso no habría tenido éxito, por ejemplo, en la Grecia Clásica o en cualquier otra cultura donde la tradición y el pasado son el contrapunto de las decisiones políticas. Podríamos decir, por ejemplo, que en las sociedades del Medio Oriente no ha habido progreso pues todavía responden a estructuras culturales de hace siglos. El problema es que se nos hace evidente el progreso que han tenido ciertos países de esa región tanto en infraestructura, salud, etc. En nuestras sociedades contemporáneas, profundamente iconoclastas, el “progreso” como ruptura con la tradición se justifica en sí mismo.

Pero incluso con lo moderna que es esta apelación al “progreso”, ya está desfasada. Desde La Ilustración en adelante, “progreso” se escribía con mayúsculas, pues había una fe incuestionable en los valores y posibilidades de la ciencia y la tecnología. Los que tenemos la suerte de vivir en siglo XXI sabemos los estragos de la Segunda Guerra Mundial y los efectos de las bombas atómicas. Es evidente ahora que la ciencia por la ciencia, el progreso por el progreso, no son garantía de una mejor sociedad, en especial cuando éstos carecen de un punto de vista ético. Por lo anterior, en las actuales circunstancias de nuestro mundo, “progreso” se escribe con minúsculas y un discurso estructurado a base de la idea de progreso debería levantarnos cierta incomodidad.

De la mano de lo anterior, la idea de progreso carece de toda neutralidad y objetividad. Fueron las grandes ideologías del siglo pasado quienes propusieron la idea de avanzar hacia el “progreso”. Cada una de estas ideologías tenía una visión particular del progreso y del hombre, tanto que lo que es progreso para unos, puede ser fácilmente un retroceso para otros. Para Hitler, el progreso consistía en la superioridad de la Raza Aria; para los marxistas, el progreso era el inevitable advenimiento del socialismo, costara las vidas que costara. Además, la belleza –o dificultad- del mundo contemporáneo es la capacidad de hacer convivir diversas concepciones de hombre y progreso. Esto implica que quien apele al progreso deba hacer explícita su postura, pues de lo contrario está invocando simplemente a una idea de progreso de manera retórica o, aún más peligroso, totalitarizando su visión de hombre y progreso por sobre la de todos los demás.

Una última apelación al progreso que quiero mostrar en esta columna es aquella que justifica las decisiones políticas “progresistas” en razón a que estas mismas políticas ya han sido llevadas a cabo o son vigentes en países más desarrollados. Esta argumentación es muy tentadora, en especial en el debate sobre salud y educación. El problema es que toma el efecto por la causa. Me explico: un país desarrollado, en vista de que es desarrollado, suele tener políticas más sensatas que países estancados, pero no implica necesariamente que en virtud de esas políticas un país es desarrollado. Es claro que las políticas nunca son infalibles, incluso si vienen del país más desarrollado del mundo. A la vez, no se sigue necesariamente que un país en vísperas de desarrollo, al aplicar imitativamente estas políticas se vuelva uno desarrollado. Obviamente tener de ejemplo las políticas de otros países que presentan un alto nivel de desarrollo (habría que discutir en qué ámbitos es ese desarrollo) siempre es de ayuda, pero debemos recordar que la política trata de lo puntual y particular. Cada país tiene sus necesidades específicas con su contexto específico. De ahí que cualquier fórmula universal de cómo regir las naciones está condenada al fracaso.

Estos son algunos ejemplos de cómo el discurso que apela al progreso no resiste con facilidad el pensamiento crítico. La filosofía ya mostró que la argumentación de que “el tiempo nos dará la razón” implica entender la Historia como una ciencia con leyes universales e inmutables –como la física-, ignorando la intrínseca libertad del hombre. Entender la política como un constante progreso técnico o racional es asumir que la Historia tiene cierta finalidad, que se dirige a un punto específico, lo cual es errado. Lo que podemos hacer de todas maneras es avanzar a una sociedad más justa, incluso con todas las dificultades que tenemos como humanos. Y justamente esa es una de las capacidades de la política: el llegar a acuerdos, a través del diálogo, de las múltiples formas de entender el vivir en sociedad.

¿Occidente contra el Islam?

Posted in Ética y política with tags , , , , , , , , on diciembre 24, 2015 by Camilo Pino

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Columna escrita para El Muro Digital el 14 de diciembre del 2015

A raíz de los múltiples atentados terroristas que han acaecido durante el último tiempo, es cada vez más fácil encontrar en las redes sociales expresiones como que «el Occidente está en guerra contra el islam». Como chilenos hemos tenido la suerte de no estar envueltos en los ataques terroristas y, por lo mismo, podemos observar desde una cierta distancia el hecho de que no es el «Occidente» en cuanto tal el que está inmerso en esta «guerra». A la vez, es claro que tampoco la lucha es contra todo el islam, sino contra cierto grupo que profesa esa religión. En esta columna pretendo hacer un ejercicio crítico-filosófico para mostrar que la narrativa de «Occidente contra el islam», más que ser un recurso retórico de las potencias de nuestro lado del globo, favorece mucho más a grupos terroristas como Isis.

Primero que todo, tenemos una visión antropológica que alimenta esta narrativa. Muchas veces se oculta bajo la expresión «Occidente contra el islam» la intolerancia religiosa, el fanatismo y también el racismo. Todos estos son horribles vicios que ven a aquellos que son diferentes como enemigos e inferiores, inexcusables de ser exterminados. Además esta narrativa reduce la realidad a la dicotomía de «los buenos contra los malos». Pensar que somos de «los buenos» reconforta y le entrega sentido a la vida, y es claro que en la modernidad la falta de sentido de la vida es un mal que nos atormenta. Esto lleva a querer validar la guerra contra el islam como una epopeya moderna.

Pero también tenemos un factor político que puede sustentar esta narrativa. La historia de la política nos ha mostrado que, incluso en la actualidad, no hay mejor forma de crear cohesión interna en un Estado que el hecho de tener un enemigo en común. Una narrativa de este tipo no sólo sirve para distraer la atención de los problemas internos de los países, sino que también hace viable el aplicar normas de represión social dentro de la nación y políticas externas de tono beligerante. Estas últimas serían claramente rechazadas por la ciudadanía en un contexto distinto. De esta forma, la narrativa «Occidente contra el islam» favorece tanto a ciertos países occidentales como a los radicales musulmanes.

Si bien los dos puntos anteriores sirven como base para entender la narrativa de «Occidente contra el islam», es necesario enfocarnos en otros aspectos de este asunto para entender verdaderamente los ribetes que tiene esta expresión, qué es lo que conlleva y si es justificado su uso.

Primero que todo, debemos detenernos a pensar a qué nos referimos con «Occidente». Podríamos definir «Occidente» a través de sus naciones, pero es justo aquí donde la cosa se vuelve complicada. Ciertamente Alemania, Francia, Estados Unidos y otros países pueden servir de referentes, ¿pero qué pasa con Rusia? No hay que remontarse mucho en la historia como para recordar que hubo una narrativa de «Occidente contra la Unión Soviética (Rusia)» hace algún tiempo. Pero claramente Rusia ha sido víctima de ataques terroristas y ha decidido tomar represalias junto con Francia contra el Estado Islámico. ¿Y qué ocurre con América Latina? No hemos tenido el mismo tipo de experiencias terroristas que Francia o Estados Unidos, ni tampoco hemos hecho intervenciones militares en Medio Oriente. No son pocos los pensadores que definen a América Latina como «el otro Occidente», algo así como el pariente desagradable de las otras naciones occidentales ya nombradas. ¿Estamos también en guerra contra el islam? No busco dar una definición exacta de «Occidente» en esta ocasión, sino plantear dudas y preguntas, que valen mucho más.

Pero decir, en caso inverso, que se declaró una guerra a Occidente por parte del islam también tiene sus complicaciones. Los grupos terroristas como Isis afirman que luchan por el islam contra Occidente, pero es claro que la mayor parte de los musulmanes no están alineados con esta posición. Es evidente que la lucha de Occidente no es contra el islam, sino con cierto grupo de radicales musulmanes. Si nos detenemos a pensar, estos musulmanes no sólo están en guerra contra Occidente, sino que también contra otros musulmanes; hasta ahora Isis ha asesinado a muchos más musulmanes que a occidentales. Estas disquisiciones que parecen ser evidentes no deben obviarse de todos modos: Donald Trump, quien podría llegar a ser presidente de Estados Unidos, es quien más hace hincapié en la congruencia entre terrorismo e islam.

En caso de que los estadounidenses se tomaran en serio la proposición de Donal Trump de declararle la guerra al islam, tendrían no pocas complicaciones éticas. Si bien hay países islámicos que son hostiles a Estados Unidos –como Siria o Irán-, también hay otros países alineados con el islam que son neutrales e incluso proclives a los norteamericanos –como Egipto, Arabia Saudita o Pakistán. Una guerra contra el islam implicaría atacar a estos últimos países, lo cual es éticamente cuestionable. En la misma línea de reflexión, es evidente que también hay muchos países aliados que tiene una importante población musulmana, como Francia. ¿Cómo actuaría Estados unidos respecto a ellos? ¿Y cómo actuaría respecto a su propia población musulmana?

También tenemos que detenernos a pensar cómo sería ganar una guerra contra el islam, es decir, cuáles son las condiciones que podríamos entender como una victoria en una guerra. Se suele pensar que la finalidad de la guerra es eliminar al enemigo, pero esto es impreciso y éticamente incorrecto. Ganar una guerra es «aniquilar militarmente al adversario e imponerle condiciones para el retorno al estado de paz» (v. San Petersburgo Decl. 1868). De todas maneras, la guerra contra una religión es profundamente diferente a la guerra que puede haber entre dos Estados. Intentar aniquilar el islam -tanto por la conversión forzosa de sus creyentes así como por su exterminio- es atacar directamente la fe de las personas, violando el derecho de la libertad de culto. De todas maneras, podemos pensar en formas «alternativas» de victoria, como por ejemplo, obligar al islam a rendirse y que empiece a comportarse de una manera tal que sea aprobada por Occidente. El problema de esto es que desde la abolición del califato, el islam quedó sin un liderazgo global (y la Liga Mundial Islámica no funciona como el Vaticano), por lo cual es muy difícil que esta religión se entienda como rendida tan sólo porque un grupo de sus adherentes decide someterse a las obligaciones de Occidente.

Pero también podemos ponernos en una posición más suspicaz sobre la narrativa de «Occidente contra el islam» y la consecución de la victoria sobre este último. Puede que no haya ningún afán de derrotar al Estado Islámico por parte de Occidente, sino que su existencia es instrumental para poder encausar artificialmente los votos de las personas, junto con la posibilidad de suprimir ciertas libertades y restringir algunos derechos, todo con el favor de la misma gente que es perjudicada. A la vez, justificaría un aumento en el gasto militar por parte de los países además de la posibilidad de hacer intervenciones militares en el Medio Oriente (en especial donde haya petróleo). La lucha contra el islam no sería más que otro capítulo en el largo libro de búsqueda de enemigos para poder justificar acciones por parte del Estado que de manera normal serían reprobables.

Un buen contraargumento a la postura anterior es que, si bien la narrativa es la guerra de «Occidente contra el islam», es claro que a quienes se busca atacar son los grupos terroristas extremistas como Isis y no a todos los musulmanes. La mayor parte de los problemas que se expresan en los párrafos anteriores tienen su raíz en creer falazmente que hay una congruencia entre islam y musulmanes radicales. Si se entiende que no todos los musulmanes son radicales y que muchos de ellos pueden ser nuestros aliados en la guerra contra Isis, no habría necesidad de atacar países aliados o población musulmana en Estados occidentales

Siguiendo con nuestra reflexión crítica sobre la narrativa, y asumiendo que la guerra no es contra el islam en sí, sino contra los musulmanes radicales, es justificado hacer la siguiente pregunta: ¿Quiénes son los musulmanes radicales? Me explico: se puede ser católico radical o protestante radical sin que por esto se vaya a matar a alguien, es decir, se puede ser radicalmente religioso sin que por esto se busque asesinar a otras personas a través de atentados terroristas. Caemos de nuevo en el problema de usar dos conceptos que, si bien pueden estar muy relacionados, no se identifican. En este caso es asumir que los musulmanes radicales son idénticos a terroristas que realizan actos atroces y se autodenominan islamistas. Esto es muy importante porque demuestra que, entonces, no es legítimo argumentar sobre una guerra contra el islam, ni siquiera contra los musulmanes radicales, sino que es un conflicto contra un grupo de terroristas. Hay que notar que el hecho de que se autodenominen musulmanes no tiene una implicancia mayor que si se llamaran a sí mismos cristianos, budistas, etc., pues el punto es que aquí se está lidiando contra criminales. Por lo anterior, no es una guerra contra una religión o una falange de ésta, sino un conflicto contra unos criminales.

Entonces, cuando usamos narrativas como «Occidente contra el islam» o incluso «Occidente contra los musulmanes radicales», lo que logramos es concederle un gran favor a grupos terroristas como Isis, pues son justamente ellos quien intentan mostrar al mundo que esto es una guerra entre Occidente y el islam, y no lo que verdaderamente es: un conflicto con criminales que se amparan bajo una religión. Si podemos abandonar esta narrativa, acabaremos con la dicotomía de Occidente-islam, volveremos a ver la dignidad y estatuto propio de los musulmanes así como de cualquier otra religión y, en el mejor de los casos, ganaremos un nuevo aliado en la lucha contra el terrorismo.

En conclusión, es un error comprometerse con la narrativa actual de «Occidente contra el islam», incluso también con su variante «Occidente contra los musulmanes radicales», pues es justamente lo que los terroristas quieren que hagamos. La realidad de las circunstancias es una actualización del conflicto contra los terroristas, no una guerra contra una religión. Como sociedad global, es un imperativo seguir trabajando en la lucha contra el terrorismo, tanto para proteger a «Occidente» como al islam.

Crítica filosófica: Ella (Her – Spike Jonze – 2013)

Posted in Ciencia y tecnología, Cine with tags , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , on octubre 12, 2015 by Camilo Pino

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Her (Ella) es una de las películas que más reflexiones filosóficas me ha hecho enfrentar en el último tiempo. Por lo mismo, es digna de tener una entrada en este blog, pero advierto que si bien escribiré lo justo y necesario –y con mucho dolor tendré que dejar algunas reflexiones fuera-, la entrada podría ser muy larga. Por lo mismo, la dividiré en un plan de redacción para así poder hacerla accesible y más fácil de leer.

I.-Introducción a la reflexión sobre Her
II.- Una somera crítica cinéfila en cuanto tal
III.-Crítica filosófica:
a) La humanización de lo virtual y la virtualización de lo humano
b) La naturaleza del amor
c) ¿Qué es una persona?
d) Otros tópicos para pensar
IV.- Epílogo sobre la ciencia ficción

I.-Introducción a la reflexión sobre Her

De nuevo una película de Spike Jonze deja tantos críticos como amantes. Anteriormente vimos cómo Donde Viven Los Monstruos (Where The Wild Things Are – 2009) no dejó a nadie indiferente, pero su significado parecía ser muy críptico. Esta vez Her parece ser más accesible, pero no por ello menos profunda. Aun así, muchas de las críticas que he leído, tanto a favor como en contra, adolecen de un tratamiento más profundo de los tópicos que toca este film. Para poder echar un poco más de luz sobre la cuestión, propongo que sus reflexiones más profundas no sean abordadas sólo por los críticos de cine, sino que, en este caso, por un filósofo. Mi tesis es que la película se vuelve mucho más rica una vez que la ponemos en el plano de una obra filosófica en lugar de abordarla con las simples herramientas de la crítica del cine. Adelanto que lo característico de esta película es que, más que entregarnos respuestas, nos plantea preguntas trascendentales, en especial sobre lo qué es real. Vamos a ver qué tal sale.

II.- Una somera crítica cinéfila en cuanto tal

En este apartado enunciaré superficialmente las críticas que se le han hecho a Her desde una perspectiva del cine.

Simplificando maliciosamente la trama de la película, cuenta la historia de cómo Theodore establece una relación amorosa con Samantha, esta última un Sistema Operativo.

Primero que Todo, nos damos cuenta de que Spike Jonze no le debía su éxito como director a su guionista preferido, Charlie Kaufman. Si bien él lo acompañó en obras como Being John Malkovich (1999), podemos ver que nuestro director puede crear obras iguales o más potentes desde su propia imaginación. Con una dirección suave e inteligente, Jonze nos muestra una película con un muy buen ritmo y nada abrumadora a pesar de su duración y los tópicos que trata. Supo bien como llevar a la pantalla un guión muy complejo, y eso se le agradece. Incluso con los diálogos pesados, la película danza frente a nuestros ojos casi sin tocar el piso. La obra es profunda e inteligente, pero por sobre todo repleta de sentimiento.

Los protagonistas están muy bien escenificados. Joaquin Phoenix toma el papel de Theodore, un hombre solitario y melancólico, efigie de la postmodernidad. Nuestro actor sale de su letargo para interpretar un personaje que de seguro quedará en el inconsciente de los amantes del cine. Su mirada quebrada, su look alternativo y la forma en que sólo él puede llevar a cabo un personaje con tanto sentimiento son la clave de que hayamos podido sumergirnos en una obra que, si hubiera dado un paso en falso, sería un pobre intento de película romántica. Scarlett Johansson es un Sistema Operativo futurista llamado Samantha, quien, sin ni siquiera salir una vez en pantalla, nos entrega una increíble cantidad de experiencias a través su sola voz. Esto demuestra que nuestra actriz no se reduce a una cara bonita, sino que es capaz de demostrar todo su talento en un papel poco común.

La fotografía es hermosa. Ambientado en un futuro no muy lejano, se dejan de lado las luces de neón y los autos voladores -cliché de la ciencia ficción- para dar paso a un mundo de look alternativo, pantalones al ombligo y bigotes recortados. En este, y otros aspectos, Jonze se compromete con una idea de futuro más realista que de ficción, la cual es necesaria para poder conectarnos con el trasfondo de la obra, el cual es eminentemente emocional.

Las críticas negativas giran en torno a que parece ser una típicas historia de amor, en muchos momentos empalagosa (escena del ukulele). La respuesta a esto es que Jonze intenta mostrarnos una forma alternativa de relación amorosa, por lo cual necesita valerse de la típica estructura de la pareja enamorada en el cine para, desde ese mismo punto, preguntarnos si es tan válida la relación entre un humano y un Sistema Operativo. También se critica que Samantha es una “mujer perfecta” siendo incongruente con una mujer real y, a la vez, es demasiado imperfecta para ser un Sistema Operativo. Me parece que Jonze intenta situar a Samantha justo en ese punto para poder reflexionar acerca de la naturaleza del amor, de la naturaleza humana y de muchos otros tópicos, los cuales mencionaré más adelante. Otra crítica compartida es que el director deja muchos temas inconclusos y no tratados; su final no tiene mucho sentido y no da respuesta a las preguntas que plantea. Como se leerá más adelante, esta obra tiene un carácter disposicional más que proposicional, por lo cual no intenta dar respuestas, sino plantear preguntas. A la vez, el final es obtuso porque la película nos anima a enfrentar los límites de nuestra razón humana no sin antes detenernos a pensar en su naturaleza. Por esto mismo es vital tener de contrapunto el nivel intelectual de Samantha en cuanto Sistema Operativo.

III.-Crítica filosófica:

a) La humanización de lo virtual y la virtualización de lo humano

Una de las características propias de los seres humanos es tender a “humanizar” aquellas cosas que, inherentemente, no lo son. Múltiples son los ejemplos de esta dinámica, como cuando una metáfora poética dice “el día nos sonríe”. Entendiendo que sonreír es algo propio de los humanos, es imposible que el día sonría. Lo que queremos decir aquí es que el día nos produce alegría, felicidad y simpatía, tal como lo hace una sonrisa recibida por alguien que estimamos.

Más allá del plano poético, la tendencia a humanizar la realidad tiene explicaciones psicológicas y antropológicas: solemos acceder a las cosas –tanto emocional como racionalmente- con mayor facilidad en cuanto más cerca están de nuestro parámetro de conocimiento. Por ejemplo, es mucho más fácil explicarle a un ingeniero la arquitectura a través de las matemáticas y la geometría que a través de los periodos históricos. A la vez, a un historiador se le hace más accesible la arquitectura en cuanto la empieza a estudiar según su momento en la historia más que por los cálculos en su construcción. Otro ejemplo es la capacidad de empatía que podemos tener con otros seres vivos, en este caso, con los animales. Entre más parecido a un hombre sea un animal (tanto fisiológica como cognitivamente), más empatía tendremos con él, es decir, más percepción de su dolor. Por ejemplo, nos perturba más ver el maltrato a un simio que a un pez o insecto pues podemos observar instintivamente en el simio una estructura biológica más parecida a la del humano que en los casos anteriores. Nuestra forma de conocer o empatizar con cosas nuevas radica en cuánto podemos conectarlas con cosas que ya conocemos.

En términos de especie, lo nuevo –en el caso de esta entrada al blog, lo tecnológico- es más accesible a medida que lo humanizamos. Hemos dejado de concebir las computadoras como grupos de “0 y 1” para dar paso a una informática más humanizada. Podemos pensar desde la ciencia ficción, donde los robots (Terminator, Star Wars, Transformers, Futurama, etc.) suelen tener formas humanoides, todo para poder conectarnos, de un modo u otro, con estos personajes. Se nos hace más fácil tener empatía con algo que responde a la forma o la naturaleza humana, pues sabemos de antemano que los humanos tienen sentimientos. Sólo atribuyéndole una humanización a la tecnología es cómo podemos relacionarnos con ella. El mejor ejemplo de esto es Samantha que, si bien es un Sistema Operativo, se vale de una voz y una personalidad humana para poder interactuar con Theodore y, por supuesto, con nosotros.

Pero también podemos hablar de un movimiento inverso que ha penetrado en la modernidad: la virtualización de lo humano. El siglo pasado, con todas su guerras e ideas de progreso, ha ido transformando a los hombres en cifras y números. Cuando se disfraza la realidad del hombre a través de números o estadísticas, empezamos a carecer de la posibilidad de sentir empatía con el otro. Por ejemplo, la pobreza puede ser medida y catastrada de múltiples formas, pero muchas veces se nos olvida que detrás de esos números hay gente que está sufriendo. Otro ejemplo son las redes sociales. No quiero ahondar en este tópico, pero parece claro que en nuestro mundo actual la conectividad informática, fría y superficial, ha minado las relaciones humanas de antaño. Esto saca a relucir un punto que, a mi juicio, creo que el director quiere destacar: la soledad del hombre contemporáneo.

Her, como dije anteriormente, nos lleva a la pregunta de qué es lo real, en este punto, sobre las relaciones humanas. El film no nos da respuestas, sino que nos plantea preguntas e interrogantes, pues de eso se trata el arte: de ser una piedra en el zapato. A la vez, la tarea del filósofo se identifica con la vida de Sócrates, quien nunca fue condescendiente con los habitantes de su ciudad, sino que era un “tábano en Atenas”; un mosquito que se dedicaba a sacar a la gente de su comodidad intelectual y obligarlos a pensar.

Theodore trabaja escribiendo cartas para celebrar momentos especiales. En este caso reemplaza al verdadero remitente y escribe con sentimiento a alguien que desconoce. ¿Qué tan real o qué tan falso es lo que hace Theodore? ¿Es una falsificación o un mero trabajo? ¿Son válidos, entonces, los sentimientos que despiertan esas cartas a las personas que las reciben? Sólo la reflexión sobre este punto podría tomar una entrada entera en el blog. Her nos va demostrando a través de varias escenas la aceptación de la virtualización de lo humano en nuestra cultura. La película se ambienta en un futuro, pero no muy distante, y eso nos debe hacer reflexionar. Samantha es un Sistema Operativo que dice sentir algo por Theodore. ¿Es real ese sentimiento teniendo en cuenta que Samantha no es un ser humano? ¿Es condición de un sentimiento –en vista de ser real- provenir de un ser humano o de un ser biológico? Si nuestro reloj de pulsera nos dice que nos ama, ¿sería tan válido como lo que dice Samantha? De nuevo Spike Jonze nos plantea un montón de preguntas para nuestro trabajo personal. Es la delgada línea de lo real y lo virtual en el mundo contemporáneo.

Es imposible pasar por alto en este apartado las escenas de “relaciones sexuales”. Cuando nuestro protagonista se contacta con una desconocida por internet y tienen una especie de “relación sexual” a larga distancia –bastante bizarra por lo demás- ¿Es real esta relación sexual, independiente de las condiciones, entendiendo que son dos humanos? Por otra parte, cuando Samantha y Theodore tiene su primera relación sexual, teniendo en cuenta  que habían muchos sentimientos involucrados pero Samantha no es un ser humano en cuanto tal ¿es, en este caso, una verdadera relación sexual? Creo que estas dos escenas son vitales para la reflexión última de la película: ¿qué es real? Como he reiterado, al no dar respuestas la película, la escena más potente y simbólica de toda la obra es, curiosamente, una pantalla en negro en el momento en que Theodore y Samantha se experimentan.

b) La naturaleza del amor

Nuevamente el director rehúsa darnos una respuesta directa y, en lugar de eso, nos plantea diversas preguntas para que reflexionemos sobre la naturaleza del amor. Para esto, me valdré de una cita de Samantha, la cual resume un poco la perspectiva de Spike Jonze sobre este sentimiento:

“Hoy, después de que te fuiste, pensé mucho acerca de ti y cómo me has estado tratando y pensé: ¿por qué te quiero? Y entonces sentí que todo dentro de mí soltó todo a lo que estaba aferrada. Y vi que no tenía una razón intelectual. No la necesito. Confío en mí, confío en mis sentimiento.”

Podemos ver en la película que Theodore está enamorado de Samantha. Nuestro protagonista tiene muchos problemas: es un hombre solitario y complejo que viene saliendo de una relación muy potente y padece problemas para afrontar el término de ella. Si bien sus sentimientos pueden ser complicados por su estado actual, no podemos decir que lo que él siente por Samantha no sea amor. Por otra parte, podemos ver que Samantha está enamorada de Theodore. Obviando las preguntas sobre si un sistema operativo puede tener sentimientos y si puede llegar a amar (preguntas vitales pero que se toman como presupuestos para poder acceder a la película), aparecen otras inquietudes posteriores. ¿Por qué un Sistema Operativo, que tiene una capacidad intelectual superior a la de un humano, también tiene problemas amorosos? Podemos ver que en muchos momentos de la película, Samantha puede parecer la mujer perfecta –lo cual fue una de las críticas insustanciales de esta obra-, pero aun así sigue teniendo problemas en la relación con Theodore. ¿Qué nos quiere decir el director con esta paradoja? Una primera parada para la reflexión es tener en cuenta que las relaciones amorosas no son unidireccionales, es decir, se componen de dos partes; en este caso, de Theodore y Samantha. Quizás por esto la relación no podía ser perfecta, pues al ser un compuesto de dos subjetividades, siempre habrá lugar para un grado importante de incapacidad de comunicar lo más íntimo y profundo. Theodore, para Samantha, seguía teniendo un grado de misterior por muy inteligente que fuera. Esto nos dice que toda relación amorosa (más allá de la que se deja apreciar en la película) es imperfecta. ¿Pero son acaso las relaciones amorosas perfectas? Pocos de nosotros diríamos que sí, pero esto levanta otra pregunta: si la relación de Theodore con Samantha era imperfecta, como todas las otras relaciones humanas, ¿no la hace entonces una relación real? Aquí desaparece la unidireccionalidad de una falsa y perfecta relación virtual y aparece el conflicto de las relaciones reales, lo que le confiere a Samantha una individualidad, una personalidad y una subjetividad ¿Comprueba que Samantha, si bien no es humano, también es persona? La película nos responde con silencio para dar lugar a nuestra propia reflexión.

Otra respuesta que podemos obtener a la pregunta sobre la naturaleza del amor estriba en la misma cita anterior: no tener una razón intelectual. Nuevas preguntas se nos aparecen porque Samantha es un sistema operativo que puede desarrollar el amor sólo en cuanto puede tener una inteligencia superior a la de cualquier otro programa virtual (aunque se puede extraer la tesis de que este sentimiento puede ser tan sólo una programación artificial). Es decir, que para amar en cuanto ser humano, hay que tener cierto grado de razón pero, curiosamente, los humanos sabemos que el amor muchas veces está lejos de ser algo racional. Podemos decir que otros seres, como los animales, pueden sentir algo por una pareja, pero me parece claro que lo que representa Shakespeare en Romeo y Julieta es inmensamente mayor que lo que se puede observar en los seres no racionales. Las preguntas empiezan a  brotar entonces: ¿Cuál es el mínimo racional para poder decir que un ser siente amor? ¿Puede sentir lo mismo un pepino de mar que un delfín respecto al “amor” (suponiendo que pueda sentir amor el delfín)? Y si un ser escasamente racional puede sentir amor, ¿Por qué no Samantha? Tan sólo este punto ha dado a luz cientos de libros, y no podemos pasar por alto las diferencias entre sentimiento, pasión, emoción y voluntad que, por razones de tiempo y espacio, no podremos pincelar en esta entrada. La película calla respecto a las anteriores interrogantes.

Pero respecto a este mismo punto, el film nos ofrece algo más, algo que escapaba a cualquier reflexión anterior del amor: Samantha, al volverse más y más inteligente, va amando de maneras que escapan a nuestra forma de amar como humanos. La forma en que Theodore se enfrenta a esta nueva Samantha debe ser uno de los puntos más álgidos de la película. Samantha, al ser más inteligente, también ama de otra manera (quizás superior). Para ilustrarlo, pondré un ejemplo análogo. Cuando alguien escucha a Beethoven, y nunca antes había escuchado música docta sino popular y urbana, la forma en que lo afecta no se puede comparar a aquel que ha estudiado toda su vida en un conservatorio musical. Es decir, si bien el arte está en otra esfera distinta a la racionalidad en cuanto tal, ciertamente tiene un correlato intelectual importante por el cual se hace apreciable. Aparece una paradoja en el amor de Samantha: si bien dice que la base de su amor no era una razón intelectual, su forma de amar cambia (evoluciona, se perfecciona, se corroe; elija usted el verbo) en cuanto se vuelve más y más inteligente, tanto que nosotros, como seres humanos, ya no podemos entender su forma de amar así como un animal no podría entender la forma de amar de nosotros. Por esta razón las crípticas palabras casi al final de la película muestran el límite de nuestra capacidad racional respecto al nuevo estado intelectual y emotivo de Samantha:

“Es como si estuviera leyendo un libro y es un libro que amo profundamente. Pero ahora lo leo muy lentamente. Así que las palabras están muy separadas y el espacio entre las palabras es casi infinito. Aún puedo sentirte a ti y a las palabras de nuestra historia. Pero es en este espacio infinito entre las palabras que me estoy encontrando a mí misma. Es un lugar que no existe en el plano físico. Es donde está todo lo demás que ni siquiera sabía que existía.

– Sin importar cuanto lo quiera, ya no puedo vivir en tu libro.
– ¿Adónde iras?
– Sería difícil de explicar. Pero si alguna vez llegas ahí ven a buscarme. Nada nos separaría jamás.
– Jamás he amado a alguien de la forma que te amo a ti.
– Yo tampoco. Ahora ya lo sabemos.”

No podemos saber a ciencia cierta lo que quieren trasmitir estas palabras porque el lugar intelectual desde donde reflexiona Samantha está muy por encima de nosotros. Es como intentar entender una esfera tan sólo en dos dimensiones. De todas maneras podemos atisbar un poco de su significado.

Y si todo esto sobre la naturaleza del amor no nos basta, ¿puede ser el amor de otro modo? ¿Pueden ser todas las cosas de otro modo? Capital interrogante que nos presenta la película a través de una escena hilarante: ¿Podríamos tener el agujero del culo en el sobaco? ¿Creemos que está bien donde está porque nos hemos acostumbrado a tenerlo ahí? Theodore responde desde la intelectualidad, evadiendo la verdadera pregunta filosófica. Solo Spike Jonze podría ocultar tan bien una de las preguntas más filosóficas entre risas y estupideces. Aquí radica la maravilla de Her.

c) ¿Qué es una persona?

Más allá de la clásica definición de Boecio en el siglo VI (substancia individual de naturaleza racional), Her nos trae a colación una pregunta práctica sobre qué es una persona. ¿Qué es lo fundamental para aceptar que algo es una persona? ¿Nuestro cuerpo? ¿Nuestra mente? ¿Ambas? ¿Una proporción de cuerpo y mente? Hay que ser muy meticuloso con esta reflexión porque es aceptado que un cuerpo sin capacidad cognitiva es una persona (ej. estar en estado vegetal), pero tomar como punto gravitante la corporalidad de la persona es también muy reduccionista. No por nada se le tiene respeto a nuestros antepasado, y son considerados como personas (tanto filosófica como jurídicamente) aunque ya no son siquiera cuerpo. Si el cuerpo es lo que garantiza el hecho de ser persona, Samantha no lo es. En cambio, si la mente es lo que nos hace personas, Samantha no es menos persona que Theodore. El problema es que el conflicto de la obra gira en torno a que la relación de ambos es “no-natural”, es decir, nos incomoda pensar que Samantha puede llegar a ser una persona. Samantha piensa, siente y ama, pero no tiene cuerpo. Así como hay gente que se siente prisionera en su cuerpo, Samantha está prisionera de su incorporeidad. ¿Existimos nosotros más allá de este “saco de carne”? ¿Tiene autonomía nuestra racionalidad? Si lo que importa es aquello que “va por dentro”, no somos tan diferentes de Samantha, y es justamente por eso que logramos enamorarnos de ella sabiendo que no es como nosotros. Toda esta reflexión puede complicarse aún más si introducimos el concepto de “alma”, tan caro a la filosofía contemporánea. La película carece de respuestas y nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia condición de humanos, a nuestra propia existencia. ¿Qué soy yo?

d) Otros tópicos para pensar

Las preguntas de la tecnología son preguntas sobre el hombre

“El hombre es la medida de todas las cosas” decía Protágoras. Más allá del relativismo que encierra esta afirmación, quedémonos con la idea de que las preguntas que formula el hombre siempre tienen relación consigo mismo. Cuando el hombre miraba al cielo en la antigüedad, calculando la trayectoria de las estrellas y planetas, implícitamente se encontraba la pregunta sobre su propio lugar en el cosmos. Así, muchas ideas que han rondado la ciencia, tanto desde sus albores hasta la actualidad, tienen como contrapunto al hombre en su reflexión. Por ejemplo, las preguntas sobre el aborto, la eutanasia o la pena de muerte, más que ser un mero debate legal, apuntan a la pregunta sobre la vida, específicamente la vida del hombre.

De esta misma manera, las preguntas que plantea Jonze en esta película no son tanto sobre la condición de inteligencia o amor en un Sistema Operativo, sino qué es el amor para el hombre, qué es ser persona, qué es real, etc. Entre más nos acerquemos a crear una inteligencia artificial, más relevante será la pregunta de qué es la inteligencia en el hombre. De hecho, nunca podremos llamar “inteligencia artificial” en el completo sentido de la expresión a alguna creación propia a menos que hayamos descubierto qué es la inteligencia. Conocernos a nosotros viene a ser condición necesaria para resolver muchas preguntas de la modernidad.

La ciencia y la sociedad no avanzan a la misma velocidad

Es evidente que la tecnología avanza a pasos agigantados. A la vez, como sociedad, llegamos tarde para pensar en ciertos asuntos que la técnica va abarcando. La reflexión ética y política toma su tiempo –de hecho, no ha avanzado mucho en los últimos veinticinco siglos-, mientras que la ciencia parece no tener límites en su actuar. Her nos muestra un futuro cercano donde somos muy dependientes de la tecnología, pero a la vez no podemos compensarla con ciertas necesidades naturales que empiezan a atrofiarse. Estamos cada vez más conectados en redes sociales, pero carecemos de amigos de verdad. La amistad que conseguimos muchas veces a través de la tecnología es falsa, insustancial. ¿Debemos ponerle un límite al proceder de la tecnología? Esta pregunta encontrará tanto a adherentes como detractores. Pero la responsabilidad moral sigue recayendo en nosotros, ciudadanos del presente, para no terminar en un futuro como el de Theodore. Cuando los científicos tengan la capacidad de crear inteligencias artificiales que puedan reemplazar las relaciones humanas, ¿tendremos la suficiente entereza para detenerlos? ¿Es acaso la ciencia una entidad que no se subsume a las estancadas condiciones humanas? O, por el contrario ¿es la ciencia una herramienta al servicio del hombre, cuya finalidad es ayudarlo en lugar de atrofiarlo? Her nos plantea estas interrogantes a través de una bella historia de amor de la cual no queremos ser personajes.

La condición de soledad del hombre contemporáneo

De la mano de la reflexión anterior, el hombre contemporáneo parece estar en una soledad agobiante, tanto como individuo como especie. La búsqueda de vida en otros planetas, así como la necesidad de crear inteligencia artificial, es síntoma de la radical soledad que tiene el hombre en el cosmos; necesitamos saber que no estamos solos y otra vez la pregunta se dirige al hombre. En Her, Theodore es movido por su soledad (amplificada por una ruptura amorosa) a aceptar una cita a ciegas (Olivia Wilde). Incluso frente a esta increíble mujer y en la necesidad que se encontraba el protagonista, esgrime un no como respuesta. ¿Por qué? Probablemente por otro factor del mundo contemporáneo: la inmediatez de la vida.

Vivimos en la sociedad de lo inmediato. Podría redactar largas líneas sobre cómo ha cambiado la sociedad en términos de rapidez para movilizarse, comunicarse, trabajar, etc., pero me detendré en cómo esto afecta las relaciones de pareja. Antiguamente, con todos los problemas que implicaba relacionarse con alguien, tener una relación de pareja implicaba un proyecto, un trabajo. Quizás al principio no había tanto amor, tanta pasión, pero uno terminaba cultivándola y queriendo a la otra persona. En la sociedad de lo inmediato, si una persona no llega con las características específicas que se deseaban, simplemente no se acepta y se busca otra persona. Nos hemos acostumbrado a pedir pizzas, no a prepararlas. Theodore es víctima de este problema: Samantha es más complaciente que la mujer de la cita a ciegas. Theodore puede encender su relación por la mañana y apagarla por la noche. De cierto modo, tiene todo el control. Su cita a ciegas pudo haber sido una relación que debiera trabajar, pulir, aceptar problemas y diferencias, pero en la sociedad de lo inmediato Theodore se quedó con Samantha, quien carece de cuerpo pero es inmediata.

IV.-Epílogo sobre la ciencia ficción

Este epílogo tiene la idea de preguntarnos cómo vemos el futuro trágico a través del cine de ficción, específicamente comparando Her a otras películas.

Ciertamente Her se parece más a películas como El Hombre Bicentenario o IA, pero no por eso no podemos compararla con otras películas que quieren echar un vistazo hacia el futuro. Lo interesante es que hace un par de décadas, cuando la literatura o el cine intentaban atisbar como sería el futuro, solían imaginarlo con luces de neón y una tecnología que para nosotros ya parece precaria. La mayor parte de los adelantos tecnológicos que tenemos no fueron previstos y, por otro lado, los que se esperaban no han llegado –por ejemplo, autos voladores. Pero un tópico que muchas obras de ciencia ficción han tomado casi desde una perspectiva similar es el fin de la sociedad tal como la conocemos.

Podemos pensar en Terminator donde la revolución de las maquinas –robots humanoides- asola lo que queda de humanidad. También tenemos un escenario parecido en Matrix, Blade Runner e incluso en Yo, Robot. Lo que todos estos escenarios tienen en común es un miedo a los ribetes que puede tomar la tecnología, específicamente la inteligencia artificial. Los personajes de estas obras se rebelan contra el imperio tiránico de las maquinas que suelen someterlos. La tecnología se ha vuelto loca y ahora nos controla, nos somete y nos destruye. Definitivamente es un escenario apocalíptico pero, a mi juicio, está lejos de la realidad.

Jonze, sin proponérselo quizás, nos plantea otro tipo de escenario, uno que podría ser aún más terrible. En este nuevo apocalipsis, nosotros mismos nos esclavizamos a las maquinas, a la tecnología. No nos oponemos a ellas, sino que las invitamos a entrar a lo más profundo de nuestra intimidad, vaciándonos desde adentro. La relación con la inteligencia artificial, curiosamente, no va a ser de carácter racional, sino emocional. Le rogaremos a las maquinas que nos dominen, que se vuelvan nuestros esposos y esposas, que nos complazcan y no nos critiquen. En definitiva  que nos lleven a nuestro apocalipsis. No habrá una lucha a muerte entre los humanos y los robots, sino una simbiosis complaciente, destructiva.

El apocalipsis clásico de la ciencia ficción tiene un toque heroico: el hombre se cuestiona su posición, se rebela, lucha y, en el peor de los casos, desaparece. En el apocalipsis de la nueva ciencia ficción el hombre es complacido, por lo cual desaparece el cuestionamiento –la filosofía- y cae lentamente en una vorágine de placer hasta que perdemos la conciencia de nosotros mismos.

¿Es el fin de los relojes de pulsera?

Posted in Ciencia y tecnología with tags , , , , , , , , , , , on noviembre 14, 2013 by Camilo Pino

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A todos se nos ha hecho evidente que en la última década la cantidad de gente con relojes ha disminuido. Obviamente no poca gente los sigue ocupando, pero en su mayoría son personas que los han usado desde hace años mientras que, por otra parte, las nuevas generaciones prácticamente no dependemos de ellos. La causa de esto es evidente: casi todos usamos teléfonos móviles.

A pesar de lo interesante que se ven en los proyectos de las grandes empresas tecnológicas la creación de relojes inteligentes, estos no son nada nuevos como idea. Más de alguno tuvo un amigo o un compañero en los años de estudio que tenía un reloj que a la vez era una calculadora. Personalmente aún tengo uno que puede darme la hora de múltiples lugares del mundo e incluso guardar algunos números de teléfono. Debemos tener en mente también la llegada del iPod Nano, el cual fue un interesante intento de llevar la tecnología de Apple hacia las muñecas de los consumidores creando así un cierto aparato que no era ni reloj ni teléfono.

Personalmente uso un reloj de pulsera, pero podría decirse que es casi un hecho esporádico verme con él. Las pocas veces que lo uso son por razones muy concretas. Cuando hago clases es muy molesto sacar el teléfono móvil de bolsillo para ver la hora pero a la vez es necesario informarse de cuantos minutos quedan para no quedar corto en las explicaciones; me toma un abrir y cerrar de ojos ver la hora en mi reloj. También su uso depende mucho de cómo este vestido: la ropa que más me gusta usar suele no conjugar con el estilo de mi reloj. De todas maneras, a pesar de las constantes entradas de las páginas de Internet diciendo que los relojes han muerto, sigo viendo un buen grupo de gente usándolos aunque, claramente, son personas que tampoco usarían un Smartphone. Ejemplo de esto es la gente de la tercera edad.

Las razones por las cuales los Smartphone están reemplazando a los relojes de pulsera son evidentes. Mientras que la utilidad de un reloj se reduce, por lo general, a tan solo ver la hora en el caso de los análogos y usar algunas alarmas en el caso de los digitales, el reloj de un Smartphone tiene capacidades mucho mayores que los anteriores. Puedes cambiar la hora a la de cualquier zona horaria; tienes la posibilidad de sincronizarlos con relojes atómicos; tiene características estéticas personalizables y más atractivas junto a un largo etcétera. El segundo factor principal va más en las características propias de un Smartphone por sobre un reloj: un teléfono inteligente tiene muchas aplicaciones más allá del mero hecho de poder llamar o mandar mensajes; es superiormente más útil que un reloj que, muchas veces, reduce su uso a tan solo ver la hora. El tercer factor es de un carácter que va más allá de los aparatos: un teléfono no se reduce tan solo a sus finalidades prácticas, sino que también es un mecanismo para entretenerse, distraerse, “desconectarse” de las situaciones, etc. Muchas veces es una excusa para no tener que prestarle atención a lo que nos rodea (lo planteo desde un punto de vista “positivo”. La crítica de Heidegger hacia la técnica sería un interesante paralelo para este tópico). Sería muy extraño ver a alguien encontrando una escapatoria a la cotidianeidad tan solo mirando su reloj.

Por otro lado me parece que la muerte de los relojes es algo que aún no se puede afirmar. Existe otro tipo de mercado en el cual el reloj cumple una función más allá de lo práctico de su finalidad. Constan algunas compañías que se especializan en hacer relojes de lujo (por ejemplo, Mont Blanc), las cuales llevan estos aparatos a un estatus de ostentosidad, lo cual es buscado por un público -selecto- de personas. En este caso la esencia del uso del reloj queda subsumida muy por debajo de su función estética y de estatus. Tampoco descarto la híper-especialización de los relojes de pulsera, convirtiéndose así más en herramientas precisas que en un reloj. Un buceador podría usar un reloj híper-especializado para saber su profundidad, la presión del aire en el tanque o la densidad de su sangre… incluso también hasta podría ver la hora si le interesa. Aun así no puedo ser categórico en esta postura salvífica del uso de los relojes pues la tecnología avanza a pasos agigantado y lo que es novedad hoy, mañana será un recuerdo. Quizás un día nuevas tecnologías reemplacen la híper-especialización de los relojes mientras que, por otra parte, hay muchos Smartphone que son símbolos de estatus ya.

Probablemente el camino que tomen los relojes, amparados por los colosos monopolios de tecnología como Android y Apple, sea convertirse en “pseudo computadores”. El tema de que toda la tecnología apunta a su perfeccionamiento, y que este perfeccionamiento sea parecerse cada vez más a un computador, aunque sea una T.V., un celular o un microondas, es algo muy interesante pero digno de su propia entrada; el hecho de sacarlo a reflexión es netamente para formular la siguiente pregunta: ¿Qué necesidad tenemos de tener más pesudo-computadores? Probablemente las nuevas tecnologías en los relojes nos podrán dar la posibilidad de recibir mails en ellos o revisar nuestras redes sociales pero ¿es esto realmente necesario cuando de todos modos puedo hacerlo en un Smartphone? Me parece que, aunque los dos aparatos tengan la misma tecnología, es mucho más práctico y atractivo manejar esos asuntos a través de un Smartphone. Lo más prudente en este caso es aplicar la Navaja Ockham: “no multiplicar los entes sin necesidad”.

Crítica filosófica: Donde Viven los Monstruos (Where the Wild Things Are – Spike Jonze – 2009)

Posted in Cine with tags , , , , , , , , , , , , , on octubre 20, 2013 by Camilo Pino

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Nunca me he dedicado a criticar una película pues siento que mis conocimientos fílmicos son escasos. No entiendo mucho sobre “fotografía” o “cámara”. Tampoco conozco muchos directores y apenas puedo reconocer un actor de una película a otra. Por las razones anteriores, cualquier cosa que pueda decir sobre una película versa necesariamente sobre un pensamiento crítico, una reflexión filosófica o una aprehensión netamente emocional. Pero, como han llegado mis inmerecidas vacaciones, me siento en la necesidad de hacer una reflexión sobre una de las mejores películas que he visto y que creo que muchas veces ha sido infravalorada (ya veremos por qué).

En el año 2009 se estrenó Where The Wild Things Are –conocida en el mundo de habla hispánica como Donde Viven Los Monstruos-. Esta película está basada en el cuento del mismo nombre el cual, de un modo u otro, ha marcado tanto a niños como a adultos con su sensibilidad en una reducida extensión de líneas. La dirección estuvo a cargo de Spike Jonze, un total desconocido para mí en ese momento pero muy recordado por Being John Malkovich, así que el público se mostró ansioso y excitado ante la maravilla que podría ser esta nueva película. Y aquí aparece lo extraño: tanto desde el público común como de muchos críticos especializados no hubieron críticas negativas… ni positivas. La mayor parte de la gente con la que he hablado –y quizás yo mismo la primera vez que vi la película superficialmente- emite un comentario muy parecido: no entiendo de que trata todo esto. Por esta misma razón quiero salir de mi letargo reflexivo para intentar mostrar de qué trata esta increíble película, esta verdadera obra de arte.

Tanto en la literatura como en el cine siempre se han intentado instanciar las bestias que habitan en las profundidades del mar más oscuro: nuestra mente. Ya Poe nos hizo presente El Demonio de la Perversidad y Gabriel García Márquez titula una de sus obras como Del amor y otros demonios, Pero aun así existen muchas de estas creaturas, muchos “monstruos”, que no han podido ser nominalizados y que mucha gente ni siquiera tiene idea de que existen aunque se les presentan regularmente. Where The Wild Things Are nos muestra como un pequeño niño intenta controlar, dominar o entender a todos estos monstruos que habitan en su interior a través de un viaje a una isla habitada por ellos. Nunca había visto una película que tratase y entendiese de mejor manera la potente mente imaginativa de un niño que muchas veces gira entre las felicidades más simples y los dramatismos más profundos.

Antes de continuar quiero avisarles que, para que esta entrada no tenga la extensión de un libro, omitiré muchísimas reflexiones puntuales sobre la película y me remitiré solamente a lo que es intrínsecamente necesario para poder entender el profundo significado de ésta. Múltiples simbolismos como el uso de un disfraz de animal como el de los personajes de Peter Pan, la figura del bosque como paso previo a un viaje psicológico (recordemos la primera página de la Divina Comedia), el desierto como contraparte de la urbanización, lugar de encuentro con lo vital de la vida y otro largo etcétera podrían ser tocados en una entrada paralela, pero no tienen lugar, lamentablemente, en esta exposición.

Centrémonos ahora en los primeros minutos de la película, los cuales pueden ser cruciales para lanzar las directrices de la reflexión.

Max se nos aparece como un niño incontrolable, casi animalizado (forma de jugar con el perro, traje que lleva puesto) que está fuera de control emocionalmente. También notamos que sus padres están separados. Por otra parte, su hermana lo quiere pero no puede demostrarlo frente a sus amigos ya que es una adolecente que intenta ser aceptada por los demás, por ende, intenta guardar una imagen frente a los suyos. La mamá de Max lo ama pero tiene muchos problemas en el trabajo a la vez que intenta hacer su propia vida  y  el personaje principal de esta película siempre intenta llamar la atención, siempre quiere que los demás lo tengan como el centro del mundo. En la escena del iglú se nos muestra un niño que le gusta pasarlo bien, pero que no acepta las consecuencias que puedan tener los actos de otras personas sobre él. Por otra parte, en la escena de la madre besando a un tipo, se deja ver la medula espinal de toda la obra: a veces cuando las personas que queremos, las personas que amamos y nos rodean, hacen cosa que no nos gustan, comienzan a colarse monstruos en nuestro interior. Aparece el miedo, el odio, la ira, la vergüenza, el egoísmo, etc. Y cuando estas cosas se hacen presentes dentro de nosotros, empezamos a actuar de manera “irracional”, nos volvemos salvajes. La expresión máxima de este hecho es que Max muerde a su madre. En cierto lugar en el interior de Max, algo le hace sentir que lo que acaba de hacer no está bien, y esto se ve en el llanto presente en su rostro. Nuestro personaje no puede identificar ni controlar algo que ha brotado dentro de él y con lo cual no se siente a gusto, así que, siguiendo estos eventos guiados netamente por las emociones, decide escapar, decide irse lejos, como más de uno lo ha deseado. Max no está contento con sus acciones, Max no está feliz con su actuar, y es en este preciso momento donde la película da un vuelco tan brusco que desencaja a muchos de los que la vieron; la aparición de lo irracional.

Los adultos tienen –tenemos- de nuestro lado la razón. Con esto quiero decir que podemos pensar las cosas, reflexionarlas, entenderlas. Muchas veces la razón totalitariza nuestro ser y es por esto mismo que la película se vuelve tan abyecta a un gran número de gente. Ciertamente tiene una gran carga simbólica, pero las metáforas que hay en ella y la i-logicidad de ésta la vuelven una obra que debe abarcarse a través de otros medios.

Max llega a una isla, una creada por él mismo, y en esta isla habitan unos grandes y poderosos monstruos. Estas características los hacen prácticamente invulnerables, imposibles de afrontar, así que no hay más remedio que convertirse en su rey. A veces, cuando dejamos que los monstruos crezcan en el interior, con el paso de los años estos se hacen fuertes y enormes, tanto que ya dominan muchas veces nuestras vidas de adulto. En estas circunstancias debemos enfrentarnos al más difícil de los escenarios: no podemos destruirlos, sino que debemos dominarlos.

Luego de algunas escenas donde la teatralidad infantil nos muestra el proceso anteriormente explicitado, Max siente el deseo –recordemos que la película es prácticamente de un carácter emocional- de quedarse a vivir en esa isla con los monstruos ya que se empieza a sentir bien. En estos momentos la película se nos empieza a presentar de una manera muy extraña. La mayor parte de las cosas que están ocurriendo no tienen mucho sentido dentro de la lógica de la vida diaria. Los personajes destruyen cosas, corren de un lado para otro, gritan, aúllan. Nuestra mente racional intenta aferrarse a lo que podría ser los más estructurado de la película, los diálogos, pero poco a poco empezamos a notar que ni estos tienen una secuencia lógica o una conexión necesaria entre ellos; parecen simplemente enunciaciones vacías de cosas que no se conectan con las anteriores ni las que las suceden. Y, siendo generalmente los diálogos lo más racional de una película ¿qué podemos esperar de lo demás? Pues si nos fijamos bien, los escenarios donde ocurren las escenas son siempre incongruentes con los otros. En un momento estamos en el bosque y al otro segundo la escena tiene lugar en un desierto para luego pasar a una playa.

Pero ahora hablemos de cómo poder entender esta película.

Es preciso volver al pasado, a nuestra infancia, a algunos momentos específicos de ella. No son esos momentos que más recordamos, no son los juegos infantiles o cuando estábamos en el colegio, sino que, al contrario, son aquellos que muchas veces hemos omitido en nuestros recuerdos, aquellos momentos en que nos encontrábamos solos. No estoy refiriéndome con esto a cierto tipo específico de niño, de esos que no tienen amigos ni hermanos, sino a esa soledad que muchas veces acompaña la niñez, incluso cuando se puede estar rodeado de muchas personas. No importa quien, incluso siendo un niño muy sociable, siempre había uno que otro momento donde aparecía la necesidad de estar solos. Y si observamos este proceso de soledad en un niño y nos fijamos con mucha atención (y con el corazón bien abierto) veremos que es un modo de buscar respuestas o, mejor dicho, de explicarnos a nosotros mismos que es lo que ocurre, incluso sin saber conscientemente que lo estamos haciendo. El hombre por naturaleza busca la explicación de las cosas, comprender la realidad, y no hay una edad en que podríamos decir que empieza este anhelo, sino que lo tenemos ya desde nuestro nacimiento de cierto modo. Nosotros, los adultos, contamos para ello con la lógica y la razón,  y es así como hemos podido articular todo el sistema de ciencias a partir de la búsqueda de la verdad y la sabiduría (la filosofía), pero un niño pequeño no cuenta con las herramientas que nosotros usamos. Un niño pequeño cuenta solo con su imaginación. Es así como muchas veces se nos vio en una esquina cuando chiquillos dialogando con nuestros juguetes más que meramente jugando, y esto no era sino que hablarnos a nosotros mismos. En nuestra imaginación creamos todo un escenario, toda una obra con gente a la que hablarle y lugares donde dirigirse. Esto no es simplemente de algunos niños con imaginación o soledad, sino que todos nosotros, en mayor o menor grado, lo hemos hecho. Podemos poner los ejemplos más simples de todos, como imaginarnos a nosotros mismos ganando en una actividad deportiva, vengándonos de otra persona, siendo inteligentes cuando en verdad nos iba pésimo en la escuela, junto a la persona que nos gusta y otro largo etcétera. Pero la película y la reflexión giran sobre un eje aún más complejo. Muchas veces, tanto como niños o adultos, tenemos sensaciones o emociones que en verdad no comprendemos del todo, que nos son extrañas e incluso ambivalentes, y es aquí cuando la imaginación juega su papel más catárquico pues creamos situaciones con personajes donde podemos verter nuestras emociones. Si lo pensamos fríamente, la mayor parte de estas situaciones que imaginábamos no tenían sentido. Con esto último me refiero a que en verdad no era necesario que lo tuviera pues todo esto que ocurría dentro de nosotros no era para una audiencia o un espectador externo, sino que era para complacernos a nosotros mismos. Era nuestro propio mundo interior que tenía todo lo que nosotros queríamos: tanto sensaciones como emociones, y hago énfasis en esto último pues el armazón principal de esta realidad imaginada no era la lógica o la razón, sino las emociones.

Ahora si podemos entender en qué mundo se sitúa la película, pues es el mundo interior que Max se ha creado para explicarse a sí mismo lo que está ocurriendo en su vida. Cuando quiere jugar en este mundo, se imagina un escenario perfecto para jugar, cuando quiere dormir, se imagina una escena perfecta para descansar, y es así como avanza situacionalmente la película. Estos personajes que imagina Max son las cosa que él aprecia –seguramente cada uno de nosotros imaginó o imagina lo que aprecia más- y es por esta razón que los monstruos no despiertan en Max una sensación de terror como los monstruos normales, sino, muy al contrario, convierten este mundo en un lugar seguro y cómodo para él. No importa cuál sea su estado de ánimo, este lugar, al igual que el iglú de las primeras escenas de la película, es su lugar de resguardo… ¿o no? Es aquí donde la película empieza a dar un extraño giro.

A medida que avanza la película vemos que este mundo idílico, este mundo donde solo pasará lo que uno quiera que pase como decía Max, empieza a escapar de su control, a sublevarse contra su creador. Aparecen así las peleas, y con ellas el dolor, la tristeza y el sufrimiento. Esto luce extraño ya que todo lo que en un momento pareció ser fantástico pasa a ser amargo. Este es el punto en que la complejidad de la película se nos muestra con mayor esplendor, pues ya no solo abandona la lógica racional de la estructura misma de una narración, sino que ahora deja atrás la obviedad del concepto del mundo ideal. Nada en esta película, incluso sabiendo cual es la base psicológica en la que se funda, tiene una obviedad. Mucha gente cree que los monstruos representan los sentimientos y emociones de Max (ira, pena, alegría, etc.) pero cualquiera que los haya pensado así, incluyéndome, queda corto en su resolución por la ambivalencia de los personajes. No es que un personaje represente a cada persona de la familia de Max tampoco, sino que, al final de cuentas, cada uno de estos monstruos es un caleidoscopio muy complejo de cosas dentro de la mente de Max mezcladas las unas con las otras. Es imposible definir a una persona con un solo adjetivo, y es así como los personajes representan en su singularidad tanto al padre ausente de Max como a Max mismo, e incluso así representan su inseguridad y a la vez su impulsividad junto a un largo etcétera. ¿Y por qué funciona esto así? Porque nuestros sentimientos y emociones, que son el puntapié de la película dentro de las primeras escenas, tampoco son evidentes y simples en sí mismos. ¿Cuántas veces no vemos a los niños –e incluso a los adultos- molestando y haciéndole la vida imposible a aquellos compañeros de los que se encuentran enamorados? Quizás, como un espectador de la situación, podemos decir que lo que hay ahí es amor, pero muchas veces para el protagonista esto es tan incierto y confuso que no sabe bien que hacer. De la misma manera podemos ver que Max siente  un deseo de volver a su casa, a su mundo real, a medida que su mundo ideal empieza a desplomarse, pero él no es consciente de esto. Max solo ve que lo que debió haber sido perfecto se empieza a convertir en un a triste i-realidad. Y esta proceso que está viviendo Max le enseña las soluciones del cómo sentirse con respecto a los problemas que muchas veces aparecen en su vida de manera inesperada y no grata.

La película nos muestra un proceso catárquico e instintivo dentro de un niño, dentro de todos nosotros. Un proceso necesario para sobreponernos a nuestros problemas, un proceso por el cual todos hemos pasado más de alguna vez. Lo fascinante es que nunca sabíamos que lo hacíamos –ni tampoco ahora- sino que simplemente se daba naturalmente en nosotros, por lo cual tiene un tinte mistérico que la película respeta mostrándolo de manera no evidente -ni siquiera simbólica- a través de cada una de las escenas. ¿Entonces cómo lleva a cabo su cometido esta obra? Haciendo que el mundo de la película sea interpretado en cuanto a emociones. Es por eso que el cristal por el cual se debe apreciar es también el de la empatía, pues si logramos sentir lo que siente Max en cada momento se hará presente aquello que vivíamos interiormente cuando pequeños. Este mundo donde esta Max, que es a la vez el mundo de nuestra imaginación, puede ser tan irreal como podamos pensarlo, pero aun así los sentimientos y emociones que vivimos en él son tan reales como nuestro mundo cotidiano. Where The Wild Things Are nos muestra un mundo donde se expresa no la lógica o la razón, sino los sentimientos de manera figurativa en cada uno de sus escenarios, en cada una de sus acciones a través de la imaginación inquieta y basta de Max. A medida que vamos creciendo, la lógica y la razón empiezan a convertirse en nuestras herramientas principales para entender la realidad y es así como progresivamente aquello que nos gustaba cuando pequeños empieza a carecer de sentido con nuestra madurez. Todos nuestros dibujos animados de la infancia, junto con los cuentos, no se valían de la argumentación para atraernos, sino de la capacidad que teníamos para empatizar con sus personajes a través del lenguaje de las emociones para sentir lo que ellos estaban sintiendo en cada momento, y no juzgar si era lógica o ilógica la situación.

Esta hermosa obra de arte nos lleva a un momento de nuestro crecimiento como personas donde la lógica no importaba, sino que nos basábamos en lo que sentíamos, y en especial aquellas emociones con las que no sabíamos cómo lidiar. Se nos hace presente algo que nunca debió haber sido olvidado. La película nos recuerda que esa etapa de nuestra niñez fue muy importante y que muchas personas no la atravesaron del todo y es por eso que, a pesar de la edad, siguen en su interior los monstruos salvajes sin ser gobernados. Esta obra de arte nos quedará para siempre en nuestros corazones para mostrarnos que podemos volver siempre que queramos a esa isla de soledad donde podemos empezar a ser el rey de nuestras propias cosas salvajes.

Como mencioné anteriormente –y para terminar esta entrada-, la película tienes muchas reflexiones en cada una de sus escenas, las cuales me encantaría comentar próximamente en otra entrada, pero me quedo conforme con haber intentado mostrar a través de qué forma esta película maravillosa debe ser apreciada para poder asimilar de la manera más provechosa su profundo y críptico significado.

La actitud de los dioses, el destino y el libre albedrío en La Grecia antigua

Posted in Arte, Filosofía with tags , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , on septiembre 17, 2013 by Camilo Pino

moirasLas Moiras, tejedoras del destino

Nota: Este mini ensayo lo escribí el año 2010, en mi primer año en la universidad. Antes de subirlo como una entrada al blog le agregué unas correcciones hechas por uno de mis profesores y uno que otro cambio en la puntuación. Espero lo disfruten tanto como yo cuando lo escribí.

Una de las cosas más complicadas en la religión griega es, a mi juicio,  la relación entre lo humano y lo divino, y por ende no es nada simple de explicar. Pese a que los dioses eran poderosos e inmortales, no estaban exentos al cuestionamiento de los humanos. Los antiguos griegos frecuentemente criticaban el comportamiento inmoral de los dioses. Ellos podían actuar con grandes excesos, tenían sus pasiones y podían cometer errores pero los mortales tenían que respetar sus límites y esa es la gran diferencia que existe entre lo humano y lo divino. Los dioses podían hacer lo que les placiera, lo que su voluntad quisiera, mientras que los humanos tenían que frenar y dominar sus deseos y pasiones. Los dioses y diosas griegos se vuelven así una imagen de lo que podría resultar de una pasión mortal, de lo que implicaría si los humanos traspasaran sus límites.

Podríamos pensar en la crítica a los dioses como un tipo de blasfemia pero, por el contrario para los griegos, reforzaba la noción de que ellos existían.

Superiores a los humanos sobre los que ejercían dominio, estos dioses eran, sin embargo, objetos de las mismas pasiones, fallas y debilidades que los mortales. Conocían el amor, la tragedia, la desesperanza y la amargura. Eran vulnerables a las enfermedades y a las heridas pero, por contraparte, eran inmortales y sanaban asombrosamente rápido. Debe quedar claro que estos no eran “súper hombres” sino dioses, por lo cual tenían diferencias muy grandes con respecto a nosotros. Obviamente no morían y tenían inmensos atributos de fuerza y conocimiento, pero aun así tenían forma de humanos. ¿Es el antropocentrismo algo típico de las civilizaciones antiguas? Pues no lo es. En Egipto las divinidades siempre eran mezclas de humanos y bestias así como en Mesopotamia eran muy imperantes las figuras de dragones y otros animales como dioses. El aspecto de los dioses griegos se debe al tremendo orgullo que tenían de la forma humana. Los griegos tenían un muy alto concepto de la perfección del hombre, tanto intelectual como físicamente y, siendo los dioses lo más perfecto que había, estos no podrían tener otra forma que no sea la del humano. Es aquí donde las personas se proyectan en los dioses en una especie de fantasía para superar las debilidades que nos hacen ser lo que somos.

Volviendo a la cuestión sobre las pasiones de los dioses -y recordando los múltiples engaños lujuriosos que Zeus cometió-, la noción de que los dioses no son muchas veces éticos ni tampoco honestos es algo que tiene sentido si reflexionamos un momento sobre ello. Durante muchos siglos, quizá hasta cuando los poemas homéricos fueron finalmente escritos, los griegos se sentían muy cómodos con estas concepciones. Tenía mucho sentido porque si los dioses eran como humanos pero obviamente más fuertes, más poderosos e inmortales nunca tendrían que responder por las repercusiones de sus actos. Los hombres, en cambio, sí. Nosotros somos los que llevamos la carga de actuar éticamente y pensar en las consecuencias de nuestras acciones; los actos responsables recaen en los seres humanos, no en los dioses.

Aun así habían algunas cosas a las que los dioses estaban supeditados y una de ellas era el destino, tema muy interesante en todas las cosmogonías indoeuropeas. El mejor ejemplo del que se puede partir es la tragedia de Edipo Rey, escrita por Sófocles. Como todos sabemos, este “héroe” trágico mató a su padre, se casó con su madre y, habiendo cumplido su terrible destino, se cegó a sí mismo en búsqueda de la redención. Esta inmortal historia trata un tema importantísimo en el mundo griego: la relación del padre y del hijo. Este tópico está desde la misma creación del cosmos donde, en algún momento, Zeus castra y destrona al titán Cronos, su padre, convirtiéndose en el rey del panteón. También tenemos la historia de Hefestos y Zeus entre muchas otras que no tocaré en este escrito pero, dando una pequeña luz al interesado lector, debo decir que en mi opinión tiene las bases en el antiguo sistema de heredad de las tierras cultivables en la sociedad helénica.

De la historia de Edipo se desprende una gran interrogante: ¿Está predestinada la vida de los humanos o tenemos un libre albedrío? Es totalmente indeterminable la razón del por qué Edipo tuvo tan fatídico destino pero, en la obra, este héroe se entera de que no es hijo del rey de Corintos y piensa “soy un hijo del azar”. Nuestra primera reflexión es responder lo que es el azar. Boecio, en el quinto libro de la Consolación de la Filosofía dice por boca de una entidad divina llamada Filosofía lo siguiente: “Si por azar se entiende un acontecimiento o serie de ellos que sobrevengan de modo accidental, fuera del encadenamiento natural de las causas, es preciso afirmar que el azar no existe; y que esa palabra, al no designar nada, carece de sentido; porque si todas las cosas suceden conforme a un orden establecido por Dios, ¿qué lugar queda para lo fortuito y lo imprevisto?” Lo que quiere decir aquí Boecio es que si definimos azar como un hecho sin causas, entonces el azar no existe pues, obviamente todas las cosas tienen una causa que las precede y nada sale de la nada. Por lo tanto, definiremos el azar como lo hizo Aristóteles: “Siempre que realizándose una acción con un designio cualquiera, sucede por ciertas razones algo diferente de lo previsto, se habla de azar; por ejemplo, si uno al remover la tierra para cultivarla encontrare enterrada una vasija llena de monedas de oro”. Aquí tenemos que el azar es un hecho fortuito, porque el hombre que araba la tierra nunca tuvo la intención de encontrar el oro, pero independiente de eso araba la tierra (causa), mientras que, en algún momento pasado alguien enterró el oro (causa) aunque nunca tuvo como finalidad que el arador lo encontrara.

Edipo entiende el “ser hijo del azar” como algo casual, de la misma forma que lo dijo Aristóteles siglos después ya que la filosofía no puede menos que explicar las cosas teniendo como contrapunto la relación con la realidad. Se hace notar que la contingencia del nacimiento de Edipo no puede ser menos que la muestra de que no hay un plan, pero para el final de la tragedia se da cuenta de que todo lo que él ha hecho encaja en uno (un plan) y que si él es hijo del azar, este azar no ha hecho menos que estar intrínsecamente ligado con el destino. Es decir, no hay hechos ni acciones contingente ni innecesarios: todos son por necesidad parte del gran plan del destino y por ende, no existe el libre albedrío para el hombre… o esto es lo que podemos creer.

Boecio trata de sutil forma este tema pero no es lo que me compete en este texto, sino ver cómo era la forma en que los griegos antiguos enfrentaban este problema. Edipo, un hombre como todos nosotros, toma decisiones, elije caminos y, como es dotado de razón, tiene la facultad de diferenciar entre lo bueno y lo malo y, por ende, el de escoger su trayecto y hacerse responsable de sus acciones. Cuando se enteró que mataría a su padre y se casaría con su madre huyó del hogar, sin saber que era adoptado y como ya todos sabemos, se encuentra con su padre en el camino, lo asesina y se casa con su madre en la ciudad. Debemos tener presente que él escogió irse de su hogar y que cometió algo terrible, pero no lo hizo tratando de hacer el mal, por lo cual ya vemos ciertos rasgos de libre albedrío y razón. Lo importante es notar que el destino no hizo que él cometiera este crimen.

El tema del destino y del libre albedrío de una persona fue una cuestión tan importante para los griegos que divinidades vinieron a personificar, en forma de tres diosas (al igual que las Nornas del norte de Europa) estos pensamientos. Si tomamos como referencia la poesía de Homero veremos dos caminos diferentes para presentar este asunto. En el primero tenemos a las diosas Cloto, Láquesis y Átropos cuyos nombres significan “La Tejedora, La Que Reparte y La Que No Regresa” en el mismo orden. Ellas tejen una trama para la vida de cada persona justo en el momento en que nace y determinan cuando va a morir. En la segunda línea homérica –y debo decir que es una de la que más me ha interesado y complicado conciliar- está la concepción de que incluso los dioses se doblegan ante el Destino. Al parecer este no es un dios superior a ellos sino algo así como una fuerza inexorable, como lo son para nosotros las cuatro fuerzas fundamentales del universo (interacción nuclear fuerte, interacción nuclear débil, interacción electromagnética e interacción gravitatoria). Es algo difícil esclarecer esta concepción y puede ser tratada a mayor profundidad bajo la luz de los Edda de la mitología nórdica, pero para el presente caso no tiene más sentido el seguir reflexionando sobre ellas, así que es mejor dejarlo así por ahora.

Volviendo a Edipo y al tema del destino en él, nos enfrentamos a nuevas preguntas: ¿estaba destinado a matar a su padre y casarse con su madre? La respuesta es sí, pero lo importante es saber qué significa esto: ¿quiere decir que no tenía un libre albedrío? Ahora la respuesta es no, pero ciertamente era algo que iba a suceder…

Ya hemos notado la complicada visión de los griegos sobre el destino y de cómo funciona el mundo incluyendo a sus dioses. Estos dioses controlan las vidas de los humanos o por lo menos tienen incidencia directa en ellas, pero los humanos tienen la capacidad de controlar sus propios destinos individuales y decidir la mayor parte de las acciones. Tenemos aquí una interesante contraposición y ambigüedad en la relación de lo que es controlado por los dioses y lo que es controlado por los humanos, pero no es algo referente a una inconsistencia o insuficiencia en el trabajo filosófico de estas posiciones. Al contrario, este es el punto al que querían llegar estos maestros del saber: que no existían garantías en la vida. ¿Qué sentido tendría rendirles culto a los dioses si el destino es incapaz de ser modificado? ¿Cuál es el sentido de la oración y la esperanza, esta última encerrada en la Caja de Pandora, si desde un principio nuestro destino y cada acción está planeado? Los dioses necesitan la libertad de los hombres para así ser adorados.

Para vislumbrar completamente la idea y dar por terminada la reflexión, se me hace imposible no hablar sobre el famosísimo Oráculo de Delfos, también conocido como Oráculo de Apolo. Este oráculo proporcionaba claves para aquellos que querían echar una mirada al futuro y era consultado por personas que venían de todas partes del mundo antiguo, en especial por casos de política y de estado. El oráculo consistía, grosso modo, en la pythia, sacerdotisa de Apolo, quien entregaba un mensaje el cual era descifrado (o traducido) por los sacerdotes, pero no dejaba de ser algo críptico y difícil de comprender. Uno de los relatos más conocidos (aparte del típico ejemplo para usar comas “iras y volverás…”) es el de un poderoso rey que le pregunta si debe ir a la guerra o no. El oráculo le responde: “Si vas a la guerra destruirás un gran reino”. El rey fue a la guerra y fue su propio reino el que sucumbió; no interpreto el mensaje correctamente. El oráculo siempre respondía con otra pregunta, con un acertijo o algo que adivinar. La gente toma muchas decisiones en su vida y en cualquier momento podía ir al oráculo de Delfos y preguntar acerca del futuro. No puedo encontrar mejor ejemplo que el de la profesora del Union College, Christina Sorum: “Podían oír al oráculo decir: ´cuídate del mar porque este te matará´ y pasar toda la vida evitando el mar para no morir. Entonces un día, en un acuario, un tanque explotaba, y la persona moría ahogada en el agua de mar, en esta agua salada del acuario, algo así de sensible. ¿El destino hizo que esto pasara? No, era que Dios conocía el futuro y podía decir que eso sucedería”.

¿Los videojuegos también son arte?

Posted in Arte, Ciencia y tecnología, Filosofía with tags , , , , , , , , , , , , , , , on marzo 14, 2013 by Camilo Pino
Imagen In Game del juego Shadow of The Colossus

Imagen In Game de Shadow of The Colossus

Entre las múltiples cosas que me apasionan en la vida, seguramente los videojuegos están en uno de los primeros lugares. Con esto ya podrían empezar a hacer sus apuestas con respecto al resultado de esta entrada en el blog pero, como filósofo-en-proceso, es necesario que aclare los argumentos por los cuales afirmo que los videojuegos son arte.

Antes de todo, me parece que, en menor o mayor medida, la juventud actual (y un interesante porcentaje de los adultos) ya ha resuelto casi instintivamente que los videojuegos también son arte. ¿Entonces por qué escribo esta esta entrada? Básicamente por tres razones. La primera es porque esta entrada está enfocada en un público que no está familiarizado con los videojuegos por cualquiera de las múltiples razones que uno podría imaginar (edad, desinterés, vida ocupada, etc.). La segunda razón es porque, aunque muchos creemos que los videojuegos son arte, no podemos debatir contra aquellos que lo niegan con argumentos realmente convincentes. El tercer punto es porque me gusta escribir cosas (no hay más vueltas que darle a este punto).

La primera parada obligatoria para la apología de los videojuegos como arte es la pregunta de rigor: ¿qué es arte? Esta pregunta apunta directamente a la definición de arte. Si leyeron mi entrada anterior –¿Es necesaria una definición de arte?– notarán que es muy práctica para la humanidad una definición de arte, pero esto no implica que hayamos encontrado en estos últimos dos mil quinientos años de filosofía una que sea taxativamente absoluta y correcta. A la vez, decir que el arte es indefinible o que todo es relativo me suena a un sofisma y a filosofía barata. Como filósofo-en-proceso opto por tomar otra vía. El arte, como la ética, la política y otras disciplinas, no debe confundirse con las ciencias exactas donde obtenemos resultados estrictos e invariables. No por esto debemos de negarle un carácter disciplinario y técnico en su estudio y metodología, pues si no cualquier cosa sería arte (si esto le parece discutible, remítase a mi entrada anterior). Si tuviéramos una definición absoluta de lo que es arte podríamos responder a la pregunta de esta entrada con un sí o un no rápidamente, pero como no la tenemos, lo que cada uno piensa y opina que es arte sería su propio criterio para decir si un videojuego es arte o no, y esto sería terrible. Por suerte podemos seguir avanzando en este tema sin la necesidad de tener una definición de arte exacta y adecuada. Les recuerdo que en esta entrada no me dedico a reflexionar sobre si el arte es definible o no, ni mucho menos a intentar definirlo, sino a ver si los videojuegos son arte o no.

Aunque no pueda definir lo que es arte, es evidente que hay cosas que son arte en mayor o menor medida. La Gioconda o la Séptima Sinfonía de Beethoven son ejemplos paradigmáticos de un nivel de arte incuestionable. Asumiendo lo anterior, puedo usar la analogía para saber si algo es arte. Me explico. Si puedo demostrar que los videojuegos (o cualquier otra cosa que quiera proponer)  son análogos a algo que sea un referente de lo que es arte, podría afirmar que, en cierto grado, los videojuegos son arte. El problema de usar este método radica en que la analogía debe ser clara y relevante para poder afirmarla. Alguien podría decir «firmar un cheque es análogo a dibujar una obra de arte» pero esta analogía tendría más diferencia que relevancia. Ciertamente la analogía, al ser un método inductivo, ha recibido bastantes críticas y ataques en los últimos siglos -en especial de parte mía- pero sigo pensando que es un método valido para ciertas argumentaciones y en la dialéctica tradicional.

Ahora, para poder decir que los videojuegos son arte, debemos tener en mente que no me refiero a todos los videojuegos. Hace dos décadas atrás me hubiese visto receloso de afirmar que los videojuegos son arte, pero es patente la evolución que ha tenido esta industria a lo largo de los años. Cuando digo que un videojuego es arte no me refiero al clásico Tetris o al Pong de Atari, sino a títulos más contemporáneos como The Legend of Zelda o Metal Gear. Podrían criticarme el hecho de que divido los videojuegos de una forma que parece casi arbitraria pero debemos tener en cuenta que, por muy divertidos que sean, no llegan al piso mínimo para considerarlos arte así como tampoco hacer unos cuantos ruidos con el tambor alcanza el mínimo para ser considerado música o arte (ni siquiera mal arte).

Un argumento que se puede desprender, de cierto modo, del párrafo anterior en contra de la tesis de esta entrada es que los videojuegos no son arte porque no se pueden comparar con las grandes piezas de arte de la literatura, el cine, la música o la pintura. Evidentemente este contraargumento no hace más que perder el objetivo de la reflexión. Es obvio y claro que los videojuegos no han alcanzado las cimas de las grandes obras de arte, pero esto no implica ni demuestra que los videojuegos no sean arte. A lo más podría llegarse a afirmar que los videojuegos no han alcanzado el nivel para compararse con las más grandes obras de arte, que quizás algún día un título podría estar en ese lugar, pero por el momento todavía es algo demasiado lejano. Argumentar que algo no es arte porque no se compara a una gran obra es decir que los Rolling Stones o Pink Floyd no son música (arte)  porque no están al nivel de Beethoven o Mozart.

Siguiendo con el método analógico, podemos ver que los videojuegos están constituidos de partes que corresponden a expresiones artísticas aceptadas y establecidas a través de la historia. Lo que más caracteriza a los juegos es su parte gráfica, y esta puede ser comparada a la pintura, pero en mayor medida a las películas ya que generalmente los videojuegos no nos muestran una simple imagen, sino que gráficos en movimiento. Es aquí donde se puede encontrar un fundamento para mi postura de decir que, aunque los videojuegos son arte, no todos caen en esta categoría pues muchos de ellos no alcanzan los estándares mínimos para ser aceptados visualmente como arte. Aun así es claro que en estas generaciones los avances gráficos de las consolas permiten que cada vez más juegos desarrollen una exquisita visualización. Pero esta potencian de las consolas no se reduce tan solo a que los juegos se vean bien, sino que también a poder darle una mayor libertad al desarrollador para expresar emociones de manera visual, de dejar fluir su imaginación y creatividad y,  a la vez, atravesar ese margen que separa lo que es una mera imagen de lo que es arte de verdad (armonía, proporción, orden y mimética entre otras, junto con el placer que nos puede brindar). Un buen ejemplo del arte gráfico en los videojuegos está en The Last Guardian de los desarrolladores Team ICO, los mismos que crearon Shadow of The Colossus.
http://www.youtube.com/watch?v=EHzHoMT5eRg

El segundo elemento característico de los videojuegos que son arte es la música o banda sonora. Es evidente que la música también es arte, por lo tanto la banda sonora del videojuego cae en el concepto de arte. Obviamente muchísimos juegos, en especial los viejos, no tienen banda sonora o tan solo emiten efectos de sonido, por lo cual no podemos considerarlos arte. Sin embargo, en la actualidad muchas bandas sonoras son interpretadas por orquestas famosas como la sinfónica de Boston y son una parte importante de la experiencia estética del jugar. Un claro ejemplo de esto es la maravilla que ha hecho Kōji Kondō con la banda sonora de muchos juegos de Nintendo, en especial con la saga The Legend of Zelda.
http://www.youtube.com/watch?v=AKYn4ACAd7s

Otro ejemplo importante de lo que convierte a los videojuegos en arte es uno que muchas veces es ignorado por la gente ajena a estas aficiones: la narrativa o historia. Ciertamente no todos los juegos tienen una trama o historia, y muchos de ellos ni siquiera la necesitan, pero hay un género muy amplio que crea historias tan hermosas y complejas que en la actualidad han provocado que el mercado del cine las adapte a la pantalla grande, lugar antes reservado casi exclusivamente a la literatura tradicional. Las historias de algunos videojuegos son claramente mejores que las de muchas películas y es claro que el cine también es arte. Ejemplos de esto los tenemos en títulos como Metal Gear, Tales of Symphonia, Final Fantasy VII, The Legend of Zelda y muchos otros. ¡Es muy amplio y profundo el mundo de la narrativa en los videojuegos!

Después de haber mostrado los puntos analógicos que convierten a los videojuegos en arte, es preciso pasar a las principales críticas y contraargumentos ante lo que acabo de exponer. La primera crítica corresponde a una incorrección del razonamiento en sí, por la cual la deducción es inválida ya que las premisas no garantizan la verdad de esta. En este caso podrían decirme que cometí la falacia de composición (suponer que lo que es verdad en las partes también es verdad en el compuesto). Podrían criticarme que, aunque los videojuegos tienen partes artísticas, no necesariamente son arte. Un clásico ejemplo de esta falacia es «esta pieza de metal no puede romperse con un martillo. Por lo tanto, la máquina de la cual es parte no puede romperse con un martillo». El contraargumento atacaría diciendo analógicamente: si yo juego tenis, y en vez de usar raquetas uso famosos cuadros de arte, esto no convertirá en arte el jugar tenis.

En defensa de los videojuegos puedo decir que si uno crea un producto cuyas piezas son artísticas y lo forma coherentemente, con armonía, orden y proporción, sería improbable que el resultado de esto no fuera artístico. En este caso el todo es igual o superior a la simple sumatoria de sus partes. Con respecto a la analogía del tenis, en ese ejemplo la condición de arte de los cuadros no cumple una función dentro del juego, sino que son meros objetos para un fin (golpear la pelota). Si los componentes dentro de un videojuego cumplen el papel de arte, sería muy difícil que el videojuego no fuera arte también. Lo mismo ocurre en el cine al ser otro tipo de arte compuesto. Los elementos que componen la película son paradigmas de arte que se ordenan de un modo determinado para obtener una obra artística de otro género. Por otro lado, argumentar que los videojuegos no son arte por ser compuestos es, de cierto modo, argumentar que el cine no es arte y eso no tendría mucho sentido ya que el cine es ampliamente reconocido como el séptimo arte.

Ahora quiero prestarle un poco de ayuda a aquellos que dicen que los videojuegos no son arte. Teniendo en mente todos los argumentos anteriores, incluyendo la respuesta a la falacia de composición, todavía podríamos decir que, aunque los videojuegos se componen de piezas artísticas, podrían no ser arte. Seguir argumentando por esta línea no tiene mucho futuro o posibilidad a menos que, por una extraña y caprichosa razón, la naturaleza de los juegos haga inviable que estos componentes artísticos formen un compuesto artístico. Pero debemos estar atentos porque la idea no es tan descabellada como parece.

La característica principal de los videojuegos es obvia: se juegan. Por otra parte, en los otros tipos de arte, más que ser partícipes de ellos, somos espectadores y experimentadores. Tanto en la pintura como en la música ocupamos una posición un tanto pasiva con respecto al producto artístico. Los artistas crean un objeto, un producto artístico, y nosotros lo recibimos. En los videojuegos, en cambio, recibimos datos en primera instancia que son «arte en potencia». Pero a la vez el producto artístico parece no estar terminado. La naturaleza de los videojuegos implica que nosotros completemos la experiencia. Además en todo tipo de arte también somos experimentadores, aunque sea tan solo en un grado emocional.

Por la razón anterior alguien podría argumentar que los videojuegos no son arte porque tienen un carácter interactivo. Este obstáculo es muy simple de superar a través de una cierta reductio ad absurdum. Lo único que tenemos que hacer es encontrar un paradigma de arte que sea interactivo para poder decir que, aunque los videojuegos se jueguen, son arte. Es muy fácil de encontrar ejemplos de lo anterior en el arte contemporáneo como los móviles de Alexander Calder o en el concepto de obra abierta de Umberto Eco donde la obra de arte está parcialmente terminada y el espectador la culmina convirtiéndose también en artista de cierto modo.

Ya estamos llegando al final de la entrada pero me parece necesario revisar un contra argumento endeble pero que apunta a la única debilidad que se podría encontrar al afirmar que los videojuegos son arte.

Una vez que se ha llegado a ver que las partes que componen un videojuego lo direccionan a convertirse en una obra de arte, y no habiendo una manera de contraargumentar esto de manera categórica, solo queda para atacar la tesis que sostengo la posibilidad de encontrar «algo»,  una «parte» muy íntima de la naturaleza de los videojuegos (para diferenciarla de la similar naturaleza del cine) que impida que estos se conviertan en arte. Hasta ahora solo he encontrado dos objeciones. La primera corresponde a las reglas de los juegos que parecerían ir contra lo que es la naturaleza del arte. Asumir lo anterior es un error ya que el arte también tiene reglas. Las sinfonías de Beethoven están sujetas a reglas matemáticas así como el arte de la retórica está sujeto a la lógica (pueden remitirse al concepto de logos en la Retórica de Aristóteles). La segunda objeción corresponde a la finalidad del juego que es, de cierto modo, ganar, siendo que la finalidad del arte no implica vencer a alguien. Asumir lo anterior es un reduccionismo errado pues no todos los juegos radican en ganar o perder. Por ejemplo, en The Nerverhood solo existe una forma en que el personaje puede morir, y esta está señalada con un letrero al lado de un agujero. Han cambiado mucho los tiempos desde que los juegos solo consistían en juntar puntos o vivir o morir. En la actualidad la experiencia del jugar y su finalidad tienen un carácter muy amplio y complejo. Finalmente, que un juego tenga una finalidad no excluye que también sea una obra de arte, sino que,  al contrario, influye netamente en la experiencia artística y estética del mismo.

Para finalizar les recuerdo que, a mi juicio, la única forma de argumentar válidamente que los videojuegos no son arte es encontrando ese «algo», esa «parte» inherente a la naturaleza de los videojuegos que les impida y excluya de convertirse en una obra de arte. Con esto no me cierro a la posibilidad de que exista, pero hasta ahora no he encontrado a nadie -ni yo- que haya podido descubrirla. Como soy un filósofo-en-proceso, me sentiría gustoso de que alguien la encuentre para poder debatirla, pero me parece que ya se ha hecho un gran esfuerzo en pasar lista por todas las partes que componen un videojuego y no se le ha hallado.

Ciertamente no todos los videojuegos son arte, así como no todos los sonidos son música, pero esto no significa que por el mero hecho de ser un videojuego no sea arte.

¿Es necesaria una definición de “arte”?

Posted in Arte, Filosofía with tags , , , , , , , on febrero 3, 2013 by Camilo Pino

Curiosamente las conversaciones más filosóficas no aparecen en las aulas de clases de mi universidad, sino en la calle misma junto a personas que jamás han leído un libro de filosofía. Esta vez el tema que empezó la discusión fueron unos comentarios de un amigo muy inteligente con relación a la definición de arte. Yo, como filósofo en proceso, me dispuse a escuchar tranquilamente, esperando que elaborara una definición interesante para luego ser debatida, pero grande fue mi sorpresa cuando expresó su pensamiento en palabras. Eh aquí una reconstrucción más o menos integra de la primera parte de su discurso:

No creo que se deba definir arte, es más, me parece que todas las definiciones de arte que he leído en mi vida son totalmente estúpidas. Cuando una persona da una definición, en realidad intenta determinar lo que define, en este caso, el arte. El arte no debe ser determinado, mucho menos por engreídos que se creen cultos o inteligentes. Lo que estoy diciendo podría definirse como anti-intelectualismo, pero esa es una definición hecha netamente por los intelectuales, cuando lo que quiero yo es hacer una oposición a la inteligencia por el bien mismo del intelecto. Al final de cuentas, lo que sea o no sea arte es algo que no podemos definir.”

Supongo que el discurso anterior iba dirigido a mí especialmente y, suponiendo que está en lo correcto, yo representaría esa clase intelectual, por lo cual era mi deber abogar por ella. Pero siendo honesto, debo decir que hay una parte interesante de su exposición que tiene razón. En estos años, estudiando filosofía, me he encontrado más de una vez con algunos intentos de definir arte que son, por lo bajo, estúpidos. Pero a la vez, el haber estado estos años estudiando filosofía me ha enseñado que estos han sido serios intentos de involucrarse en un tema difícil de una manera inteligente, por lo cual yo no estaría muy de acuerdo en  llamarlos “estúpidos” de la manera que solemos usar esa palabra. Por ejemplo, Platón podría estar equivocado en su concepción sobre el arte, pero el intento que hizo por abordar el tema no está ni cerca de ser algo estúpido. Aun así debo ser justo con mi amigo y podría aceptar la posición de que él solo ha leído definiciones estúpidas de arte –entre ellas la mía supongo.

Como dije anteriormente, no creo que sería justo llamar a todos los intentos filosóficos de definir arte como “estúpidos”. Sin embargo debo aceptar que ninguno de ellos ha llegado a ser, por lo menos, acertado en estos últimos dos mil quinientos años. Obviamente, si tuviéramos una definición correcta y exacta de arte podríamos empezar ahora mismo a clasificar lo que es arte de lo que no es arte.

Pero para continuar debo agregar lo que mi amigo dijo posteriormente:

Si estos intentos de definir arte intentan llevarnos a una sociedad donde menos cosas sean llamadas ‘arte’, quizás estaría un poco de acuerdo con buscar una definición. Pero no lo hacen. Su único propósito es academizar y enredar lo que entendemos por arte y, mediante este proceso, coartar la expresión. La necesidad de la definición de arte nace solamente para angostar la entrada al mundo artístico, ya que si no se hace esto, alguien vendrá a crear productos culturales sin que tengan algo elitista en ellos. Esto pondría de muy mal humor a los otros artistas.”

Mi amigo tiene razón en decir que muchos de los intentos de definir arte no han ido netamente en la búsqueda de la definición de este, sino que para excluir algunas cosas del reino del arte o, en algunos casos, para decir si hay arte bueno o arte malo. Ahora, en el ámbito de definiciones de arte, ha habido una multiplicidad de intentos y enfoques diferentes. Ya contábamos con Platón quien nos dice que el arte es solo una imitación de una imitación (la caverna) de la realidad (el mundo de las ideas). Tolstoi buscaba una definición de arte para poder diferenciar lo que él llamaba verdadero arte del fraudulento. Heidegger nos dice que la poesía es un lenguaje divino mientras que Stuart Mill está preocupado de que a esta no se le dé una definición académica. De todas maneras, las definiciones anteriores no ayudan mucho en lo que respecta a saber lo que es y lo que no es arte.

Como todo proyecto filosófico que empiezo a pensar, me detengo ante la primera interrogante previa: ¿vale la pena tomarse el tiempo de tratar de definir lo que es arte? Si son perspicaces, se darán cuenta que seguí escribiendo hacia abajo, por lo cual es evidente que encontré alguna razón por la cual debemos definir arte. En realidad son tres.

Primero que todo, la gente, las instituciones y la sociedad en general gasta dinero, tanto financiando obras artísticas, como comprándolas. Por lo anterior, es fundamental saber si los recursos están siendo utilizados en verdadero arte o en pseudo arte o falso arte.

Para entender mejor esta situación, daré un ejemplo directo sobre este punto: la “cosa” que está en el patio de mi universidad.

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Cuando la vi por primera vez me pareció más una obra de un timador que la de un artista. La universidad había comprado esta obra para ponerla en el campus al que, suponemos, es un artista. Primero pensé que no estaba terminada, luego medité sobre la posibilidad de que fuera un tipo de reloj que se alineara con las estrellas (aunque sería una idea algo pagana para mi universidad). Solo con el pasar de los días me di cuenta de que había estado en presencia de una obra de arte. Pensé que yo podría haber hecho algo mejor o, en el peor de los casos, algo igual, pero ¿me hubiesen pagado? No, porque no soy un artista. Aún no encuentro a nadie en la universidad que se ponga al lado mío al ver la “cosa” y me diga que he sido bendecido con una experiencia artística.

El ejemplo anterior no solo muestra mi poco sentido de apreciación del arte moderno, sino que también la necesidad y la importancia de definir lo que es arte. Si mi evaluación anterior hubiese sido correcta (que esta “cosa” no es arte), entonces es probable que la universidad haya desperdiciado dinero que pudo haber sido utilizado en comprar arte de verdad, o donándome algo de él por escribir ensayos filosóficos, o pagarle un poco más a los profesores de filosofía por su servidumbre. Si mi evaluación anterior es incorrecta, quizás fue dinero bien gastado.

Si no tenemos una adecuada definición de arte, no tendríamos una manera lógica y racional para resolver este entuerto y el supuesto artista sería incapaz de justificar el que le hayan dado el dinero que cobró por su arte. Mercantilmente hablando, si uno paga por un producto o servicio, la persona que nos lo da debe probarnos que ese producto o servicio es bueno. Siendo esta una práctica bursátil totalmente aceptada, no me imagino por qué los artistas debiesen abstenerse de ella.

Pensándolo aún más, el uso de una definición de arte es muy beneficioso para ambas partes. Para el comprador le sería útil para no ser estafado adquiriendo no-arte o pseudo-arte en vez de arte real, y al artista lo ayudaría como base para poder demostrar el valor de su obra. Si no tuviéramos esta base racional, no habría forma de resolver estos problemas.

En segundo lugar, clasificar a algo como arte le da a esa producción (y al artista) a un cierto estatus. Las cosas artísticas suelen estar en un estatus diferente de aquellas que no son arte, y esta condición superior les brinda un cierto cuidado y tratamiento que son propios de su naturaleza. Desde el punto de vista más egóico, los artistas siempre han sentido que están más allá del común de los mortales y que tienen derecho a ciertos privilegios especiales, como el controlar su arte una vez que este haya sido vendido e incluso ser considerados mejores que otras personas –ni que fueran filósofos-. Sin una adecuada definición de arte, o una relativamente buena, sería imposible discutir racionalmente las cuestiones pertinentes a una obra de arte, como su cuidado, ni tampoco el estatuto de su autor. Por ejemplo, si no tenemos una definición para distinguir el arte del no-arte, no habría una base para que argumente el artista sobre la necesidad de controlar su producto una vez que este sea vendido, ni tampoco si este deba tener cuidados especiales más allá del que cualquier mortal podría darle a algo que compró. Sin una definición de arte, no podríamos saber si el que lo hizo fue un verdadero artista o alguien que pretende serlo, por lo cual no podríamos diferenciar su arte de un producto comercial, y este producto estaría sujeto simplemente a los caprichos del consumidor así como un pastel o una polera.

Este segundo punto podría no parecer muy importante o no estar muy claro, pero si extrapolamos un poco la situación veremos los alcances que puede tener. Podríamos pensar que el arte de otra cultura no es realmente arte, por lo cual disminuimos de cierto modo su valor cultural. Obviamente no podemos asumir que toda manifestación de cultura es arte –como la muñeca gigante por ejemplo o los pajaritos de origami colgando de los árboles en la semana cultural de la universidad-. Sería tan solo el prejuicio el que dictamine la potencialidad de un arte en ciertas culturas. Sin una adecuada definición de arte, las discusiones o reflexiones sobre el verdadero carácter de las obras de un grupo cultural serian meramente discurso sin sentido y opiniones vacuas. Sin una base o definición para argumentar, caemos en un relativismo donde cualquier postura está igual de in-fundada que la otra, que de cierto modo es decirle no a todas las cosas. Por ejemplo, si no hay una definición de arte, una persona que dice que el heavy metal es solo ruido y no arte no es para nada diferente a una persona que dice que la música clásica es mero ruido y no arte.

Y por último tenemos el tercer punto. Los críticos, tanto como los artistas, necesitan una definición de arte para saber cómo diferenciar, crear y juzgar el arte. Si no tienen una definición, no podrían ni saber lo que están haciendo.

Si una persona viene y me dice que es un crítico, o un artista, me parecerá muy razonable el que yo le pregunte el cómo es capaz de justificar sus juicios sobre el arte. Si esta persona puede justificar su postura, entonces es porque tiene ciertos estándares a los cuales se ampara y apela, por lo cual debe tener una definición de arte. Si la persona me dice que no tiene o no cuenta con estándares para justificar su postura, entonces sus juicios con respecto al arte son infundados. En este último caso, me largaría pues no habría ninguna razón para escucharla. Quizás la persona esté en lo correcto, pero no en virtud de un juicio, sino que más por una corazonada o por alguna apetencia emocional, pero no tendría como fundamentar su postura, por lo cual no habría ninguna razón necesaria por la que otra persona debería creerle. Por esta razón, parece que tener una definición de arte sería bastante útil, tanto para el artista como para el crítico de arte.